Νύξ
Ella cruzaba a través de los
espacios de mi mente como la brisa del final de la tarde. Sublime, suave,
delicada… era cada uno de sus pasos seguido de un suave perfume desconocido que
me llevaba a un sopor inexplicable.
Ella, la dama de cabellos
rojos que sonreía a todas partes en aquella oficina fría y carente de humor,
era, por sí sola, una de las pocas cosas que alegraban mis días de oficina. Era
tan inesperada como la caída del velo nocturno, que siempre advirtiendo su
llegada, jamás te dabas cuenta del momento exacto. Ella, como una de aquellas
diosas perdidas que casi nadie recuerda, pero que se hacen sentir sin necesidad
de un escenario completo, se movía a través de los pasillos como si del olimpo
se tratara. Aquellos labios siempre sonrientes, de rojos distintos cada día, se
habían convertido en algo indispensable para recuperar fuerzas en un mal día
laboral. Y como siempre, con mi balbuceo intermitente, respondía sus saludos
como si de un tonto se tratara.
Y entonces, pasaba de verla a
imaginarla, con aquellos vestidos de noche, cantando entre luces y sombras en
cada ensayo, como si su existencia divina no bastara para demostrar la belleza
de sus manos, el claro de luna reflejada en su piel, o aquellas estrellas con
forma de lunares que se difuminaban en toda su piel. Pero siempre, esa sonrisa
perpetua de diversos matices, con los que podía saber incluso si hasta ella
tenía un mal día, con esa media sonrisa, o esa mueca de intento de sonrisa
cuando estaba algo molesta. Era entonces cuando sus ojos cambiaban. Aquellos
reflejos de su carácter salían a flote de forma imperceptible, como la
medianoche, sin aviso previo, como siempre.
Y
es que la Diosa de la Noche es impredecible, cambiante, distante pero siempre
presente. Porque con esos ojos, esa sonrisa, ese traje de noche, no necesitaba
decir nada para expresarlo todo… con esos ojos de mirada profunda, y esa
determinación intensa, que hasta el mismo Zeus temía…
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