Un Lunarcito en la Pared
Simplemente no podía dejar de pensar en todo lo que había pasado esa noche. Era difícil dejar de lado cada sensación experimentada. El placer culposo, las sonrisas inertes… y la velocidad con que todo se había salido de control. Igual que siempre, simplemente era inevitable.
Aquella tarde Julieta me había dicho que la acompañara a comprar unas cosas. Nada especial, una tarde de chicas. Pero yo tenía todo el día pensando en lo que Carola me había dicho de ella: la amiga fiel, que terminaba revolcándose siempre con todos los hombres de mi vida. Me costaba creerlo, pero poco a poco había unido los hilos, y simplemente el bordado apareció solo. Julieta, la siempre sonriente, amable, locuaz, y hasta impertinente cuando se trataba de defender a sus amigas, se había convertido en la ramera barata que tomaba lo que no era suyo para compensar su poco amor propio. El asco recorría mi cuerpo con cada sonrisa y palabra bonita que salía de sus labios.
Comimos donde siempre. Compramos donde siempre. Los detalles no importaban, simplemente no podía sacarme de la cabeza la idea de que el mismo día en el que yo salía de casa de Ricardo por la puerta de atrás, para no despertar a sus padres, ella entraba por la puerta del frente, con su sonrisa maldita.
Con cada minuto mi odio crecía, pensando cómo no se había ahogado con el helado, o por qué no se había caído bajando por las escaleras. Estúpidos celos. Yo que nunca me preocupaba por esas cosas, ahora mi piel, mi alma, mis sentimientos, emociones, todo se había convertido en una madeja de estambre atada por todos lados. Ya cuando regresábamos, simplemente la inercia de caminar me hacía moverme despacio, con calma. Y ella siempre con su preocupación eterna, preguntando si me sentía bien, sólo empeoraba las cosas.
Ni siquiera supe en qué momento se resbaló. No salió una palabra de sus labios, pero su mirada de auxilio atravesó mi sonrisa delicada como si las agujas se clavaran en su espina. Y el sonido de sus huesos rompiéndose mientras caía por la escalera eran como suaves plumas cayendo a través de la brisa.
Sus ojos… sus ojos sorprendidos al darse cuenta de que yo lo sabía todo, acusadores, tratando de recordar si fue mi pie tropezando con el suyo o simplemente falló al pisar el escalón. Y allí, justo al lado de ese estúpido cartel de propaganda pintada, estaba la única gota de sangre que había escapado de su nariz, que al igual que en su mejilla derecha, se acomodaba pequeña y delicada… como si fuera un lindo lunarcito en la pared…
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